Por David Estévez – GT nº 39

Las piedras de Oviedo estaban rotas. El vendaval de la guerra había dejado lamentos y heridas que tardarían en cerrarse. Quizá nunca lo hiciesen.

Medio año después el negro era el color dominante. La ciudad estaba de luto. La sangre ennegrecida no había desaparecido y todavía se podía respirar el humo, la pólvora y el carbón. Oviedo nunca sería la misma. El olor a fuego y muerte no había desaparecido y se filtraba en las casas de los más pobres y de los más ricos… Hasta parecía que se percibía en la misma Catedral pese al incienso.

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Calles de horror y silencio. Fotografía: Ignasi Escudé

Las piedras de Oviedo estaban tan rotas como las ropas de las calles y caminos. Imposible identificar si un trozo de tela había pertenecido a un pantalón, a una camisa o a un gorro. Botas y todo tipo de zapatos presentaban aspectos grotescos: habían sido esculpidos por el demonio de la guerra.

El viejo y la niña bajaron la cuesta con cuidado, cogidos del brazo. A él le temblaba el cuerpo por la costumbre y la edad. A ella le temblaba el cuerpo por el miedo y el frío. Un obús había dejado destartalada la ya de por sí destartalada casa. Las autoridades habían apuntalado como habían podido el edificio y arreglado una parte del tejado. Suficiente para los dos. Si no llega a ser por los gruesos muros de piedra…

El viejo se había quedado sin su hijo, la niña se había quedado huérfana y la ciudad se había quedado sin risas. La falta de sonidos era abrumadora. Aquello no era silencio. El silencio consuela. La falta de los ruidos familiares de la ciudad asustaba. Y estremecía hasta las piedras rotas.

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Al fondo, la Catedral mutilada. Fotografía: Cristóbal Mendía Santos

Tal vez fue por esa falta de sonido pero el viento empezó a soplar. Se colaba por los agujeros de las piedras quebradas, por las esquinas de las desvencijadas calles, por las heridas de la torre de la Catedral, por las ventanas destrozadas de palacios, iglesias y casas. Y, sobre todo, entraba en la piel y en los huesos de cualquier vida. Entre la muerte. El viento movía las tejas coloradas de los edificios de lo que Clarín había llamado la Encimada. Y se colaba por sus grietas. Producía un efecto de cloqueo muy curioso. Eso despertó la curiosidad de la niña que miró por la sucia ventana. Tan gris como la ciudad.

Ese día ventoso de primavera el viejo se sorprendió cuando su nieta gritó: “¡¡¡Güelu, güelito, mira, nieva!!!!”

Ese día ventoso de primavera el viejo se sorprendió porque cortinas y cortinas de pequeñas flores blancas caían como copos de nieve. Eran las flores de los tejados, las flores estrelladas de cinco pétalos blancos que los antiguos creían que rompían las piedras porque enraizaban en ellas. De hecho se llamaban  saxifraga (saxum: piedra y frangere: romper). Vivían y morían con la piedra. La sangre ennegrecida, el humo, la pólvora y el carbón no habían podido con ellas.

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Flores de saxifraga. Fotografía: John Stratford

Sí: Las piedras de Oviedo estaban rotas. El viejo se consoló pensando que el vendaval de la guerra no era el único culpable. También las flores, con su delicada dureza, rompían la piedra y habían jugado su papel. Abrazó a su nieta y contempló su cara, sus ojos de asombro, mientras veían nevar flores. La vida, una vez más, también se colaba entre las piedras rotas.

P.D.: En uno de sus artículos, Carmen Ruiz Tilve habla de las flores blancas que cubrían los tejados de Oviedo antaño (LNE 02/03/15). De ahí nace este escrito donde también se quiere no olvidar jamás los horrores de la guerra. Convienen recordar que este 18 julio se cumplen 80 años del inicio de la Guerra Civil española.

El llamado “cerco” de Oviedo duró de finales de julio a finales de octubre de 1936. Dos datos espeluznantes: En Oviedo cayeron en esos tres meses 120.000 impactos de artillería y 10.000 bombas de aviación. Según el Colegio Oficial de Arquitectos de Oviedo sólo 30 inmuebles no fueron tocados y reformados total o parcialmente en toda la ciudad.

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